No es casualidad que el dictador venezolano Nicolás Maduro haya gritado “¡Viva México!” en el acto en que asumió un segundo mandato de seis años: México fue una de las pocas democracias occidentales que envió un representante a la ceremonia, que fue boicoteada por Estados Unidos, la Unión Europea y la mayoría de los países latinoamericanos.
El nuevo presidente izquierdista de México, Andrés Manuel López Obrador, quien revirtió la política de México en las últimas dos décadas de defender la democracia y los derechos humanos en todo el mundo, argumenta que simplemente está cumpliendo con un mandato constitucional de no interferir en los asuntos internos de otros países.
Pero eso no es cierto, o en el mejor de los casos es una interpretación tramposa de la Constitución de México. El artículo 89 de la Constitución mexicana insta al presidente a conducir una política exterior de “no intervención” en los asuntos internos de otros países, y guiada por “el respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos”.
Al no levantar la voz contra la represión del régimen de Maduro que dejó más de 150 muertos el año pasado, o la reelección fraudulenta de Maduro en 2018 que contribuyó a lanzar a millones de venezolanos desesperanzados al exilio, López Obrador no solo no cumple con las convenciones interamericanas, sino que podría estar violando la Constitución de México.
Además, la supuesta política de “no intervención” de México, conocida como la “Doctrina Estrada”, en honor al canciller que la lanzó a principios del siglo XX, es un mito. Los presidentes populistas nacionalistas a los que López Obrador más admira la violaron rutinariamente.
El ex presidente mexicano Lázaro Cárdenas apoyó abiertamente a los republicanos en la Guerra Civil Española de 1936-1939, y rompió relaciones con el dictador Francisco Franco. Los ex presidentes Luis Echeverría y José López Portillo tomaron partido abiertamente con las víctimas de las dictaduras en Chile y Nicaragua, y rompieron relaciones con las dictaduras de los dos países en 1974 y 1979, respectivamente.
El propio López Obrador instó a otros países a condenar las elecciones de México en 2006 que él denunció como fraudulentas, y que fueron mucho más abiertas y más libres que las elecciones del año pasado en Venezuela.
Al ponerse del lado de Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua, López Obrador se está aislando del resto de América Latina y de importantes aliados en Estados Unidos.
La Organización de los Estados Americanos aprobó una resolución el jueves, declarando a Maduro un presidente ilegítimo. México fue la única democracia latinoamericana importante en abstenerse.
López Obrador también está antagonizando a importantes aliados en el Congreso de los Estados Unidos.
El senador Bob Menéndez, el demócrata de más alto rango en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, me dijo que está “descontento” con la nueva política de López Obrador sobre Venezuela.
Menéndez, que es cubano-estadounidense, es la clase de aliados que López Obrador necesita con urgencia en el Congreso estadounidense para ponerle freno a las políticas anti-mexicanas de Trump.
Entonces, ¿por qué López Obrador está dando oxígeno político a Maduro?
A juzgar por mi impresión tras entrevistarlo hace varios años, López Obrador tiene poco conocimiento, o interés, en asuntos extranjeros. Es un político local. Puede que simpatice con los dictadores de izquierda, pero la política internacional no es lo suyo.
Algunos críticos dicen que López Obrador está abrazando el mito de la “no intervención” porque quiere permanecer en el poder para siempre, y que usará ese argumento en el futuro para rechazar las críticas de otros paises.
Pero lo más probable es que el respaldo tácito de López Obrador a Maduro sea un intento de complacer al ala de la izquierda jurásica de su partido, MORENA. La presidenta de MORENA, Yeidckol Polevnsky, y muchos de sus legisladores son admiradores de las dictaduras de Venezuela y Cuba.
Pero López Obrador, y México, pagarán un alto precio político por su apoyo de facto a Maduro. Si no cambia, México perderá respeto entre las democracias occidentales y sus principales aliados en el Congreso de Estados Unidos, donde más los necesita.
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