Lo conocimos en los complejos personajes creados por el director Pedro Almodóvar, en la piel de El Zorro, encarnando a Picasso y como activo promotor de su ciudad natal, Málaga, entre muchas otras facetas y personajes. Hace ya algún tiempo también se le escucha con atención por la genialidad de sus ideas sobre el liderazgo, cuyo conocimiento y aplicación es una actitud ante la vida.
Hace unos días, Banderas definió así al líder moderno: “No es quien trata de imponer un criterio, una ideología, un sistema, una forma de pensar; no es alguien con carisma, encanto y gracia para atraer a otros (…) No es un héroe o un iluminado que lucha contra molinos de viento”.
Para el actor, director y productor, “un líder de verdad es un ser con la capacidad, simple y compleja a la vez, para hacer que, aquellos que le rodean, saquen lo mejor de ellos mismos”.
Más claro, el agua. Vivimos tiempos difíciles para el liderazgo, sobre todo por la intoxicación de los conceptos y el uso que hacen algunos políticos de las instituciones: llegan al poder legítimamente, cambian las normas sobre la marcha para perpetuarse y hasta cometen fraude a cualquier precio. Y todo, “en nombre del pueblo”, que supuestamente siempre necesita a un “hombre fuerte”.
¿Qué hay de servicio a los demás en esas actitudes? ¿Cómo se puede sacar así “lo mejor” de la gente?
Las tesis de Antonio Banderas están hoy más vigentes que nunca. Sin embargo, nos cuesta muchísimo distinguir a un líder verdadero de otro falso.
Para el filósofo y catedrático Alfonso López Quintás, “el líder falso procura restar capacidad creativa a las gentes, a fin de que pierdan libertad interior, por no ser capaces de interiorizar el deber. Es decir, convertir en íntimas las normas que les vienen sugeridas de fuera. Esa falta de creatividad las lleva a depender de instancias externas y ajenas”.
En esta gran película que es la vida, más vale aprender a destapar los mesianismos en el liderazgo político, porque cada error cuesta sangre, sudor y lágrimas a varias generaciones. Evaluar una gestión política no es una simple cuestión matemática. La clave no radica en dilucidar si alguien hizo bien tres cosas y dos, mal, sino en cómo y cuánto compromete el presente y el futuro de los seres humanos.