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Una de las grandezas de la democracia es la separación de poderes. Si un dirigente —y digo dirigente, porque jamás será un verdadero líder— intenta cambiar a su antojo las reglas del juego, el sistema lo frena. O al menos así sucede donde las instituciones muestran consistencia.
Entonces, ¿cómo es posible que determinadas actitudes antidemocráticas o irrespetuosas reciban el respaldo de algunos ciudadanos?
Según el Barómetro de las Américas, solo el 57,7% de los latinoamericanos expresa su apoyo a la democracia. Las cifras resultan preocupantes, en un continente históricamente maltratado por dictaduras militares. Todos deberíamos recordar a Winston Churchill cuando afirmó: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”.
Hace unos días, el presidente salvadoreño Nayib Bukele pretendió imponer una votación al Congreso. Y, como no lo consiguió, convocó a los militares y llamó a la insurrección. ¿Qué sucedería si todos hicieran lo mismo ante cada votación presupuestaria perdida?
Es evidente que El Salvador necesita nuevas políticas para frenar la violencia. Sin embargo, por muy apremiante que sea el objetivo, los gobernantes deben respetar las normas y simplemente hacer política para sacar adelante sus proyectos. El otro camino es la selva, da igual si gobierna la derecha, el centro o la izquierda.
Quienes piden violar las normas, parecen decir que “perdonan” las ilegalidades, siempre y cuando el infractor sea “su” presidente preferido. Resulta increíble que tal debate suceda en El Salvador, un querido país que bien conoce, lamentablemente, la tragedia de la guerra.
Tampoco hay que ir muy lejos para encontrar a políticos inflados de ego, dispuestos a deteriorar la cordialidad inherente a la democracia. Todos vimos al presidente Trump negar el saludo a la speaker del Congreso de EEUU, Nancy Pelosi. Y también vimos a Pelosi romper el discurso del presidente. ¿Qué lecciones de convivencia ofrecen a la ciudadanía, que los observa como ejemplos de éxito?
Ver al adversario político como enemigo es una muestra de analfabetismo emocional que envía un mensaje equivocado. La ciudadanía “contrata” a los gobernantes para resolver sus problemas, crear riqueza material y espiritual y trabajar por la armonía social; no para dividir, ni sembrar la semilla de la discordia. Cada gesto negativo, personificado en dirigentes políticos, empresariales o sociales, destroza la educación cívica. Lo que demora años en conseguirse, si es que se consigue, puede perderse en un minuto.
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